Retrato de Cervantes

Retrato de Cervantes
Retrato pintado por Jáuregui a partir de la autodescripción que hace Cervantes en las "Novelas ejemplares"

dijous, 3 de maig del 2012

Campos de Fresas (Capitulos del XII al XXXI)


12
(Blancas: Caballo f3 - Negras: Caballo d7)
¿Eloy?
¡Oh!, Dios... ¿Eres tú, Eloy?
¿Estoy soñando? No, no es un sueño. Eres tú.
Reconozco tu voz, y huelo tu perfume y... sí, también puedo verte, al lado de Norma. Y ahora mamá que te da un beso mientras papá sigue abatido ahí, junto a la ventana.
Has llegado. Sabía que lo harías, pero como aquí el tiempo no existe, no sabía cuándo sería posible verte. ¡Ahora, sin embargo, me alegra tanto tenerte a mi lado!
Aunque lamento mi aspecto.
Estoy horrible, ¿verdad?
Y pensar que lo último que te dije fue...
Te quiero. No hablaba en serio, ¿sabes? ¡Qué estúpida fui! En realidad... no sé, estaba jugando, ya sabes tú. Creo que me asustaba atarme. Se dicen tantas tonterías acerca del primer amor: que si se empieza pronto luego se estropea enseguida, que es mejor vivir primero y después...
No quiero perderte, Eloy.
Ni quiero perderme yo.
¿Por qué no me coges de la mano?
Por favor...
¿Has estudiado mucho? Supongo que sí, toda la noche. Menudo eres. Y terco. Y ahora esto, ¡menudo palo! Si el lunes suspendes el examen, encima será culpa mía. Me sabe mal, cariño, pero te juro que yo no quería acabar así. Lo único que deseaba era pasar una noche loca, emborracharme de música, olvidar, volar. Lo deseaba más que nunca.
Aunque te echaba de menos.
Me crees, ¿verdad?
Claro. Estás aquí. De lo contrario no habrías venido.
Cógeme de la mano.
Vamos, cógeme de la mano.
Así...
Gracias.
Ahora ya no me importan el silencio ni la oscuridad.
Ahora...

13
(Blancas: h5)
—¿Sois los que estabais con Luciana Salas?
Lo miraron los tres, sorprendidos. Era como si hubiera aparecido allí de improviso, materializándose en su presencia.
—Sí —reconoció Máximo.
—Inspector Espinós —se presentó el hombre—. Vicente Espinós.
—¿Policía? —se extrañó Santi.
—¿Qué creéis? —hizo un gesto explícito—. Se trata de un delito, ¿no os parece?
Cinta estaba pálida.
—Nosotros no hemos hecho nada —se defendió. El hombre no respondió a su aseveración.
—¿Quién os dio esa pastilla? —preguntó sin ambages.
Los tres se miraron, inseguros, acobardados, indecisos. El policía no les dejó reaccionar. Su voz se hizo un poco más ruda. Sólo un poco. Nada más. Suficiente.
—Oídme: cuanto antes me lo contéis, antes podré hacer algo. Puede que os vendieran cualquier cosa adulterada, ¿entendéis? Para que esta noche no acabe nadie más como vuestra amiga, depende de lo que ahora hagamos. Es más: si conseguimos una pastilla igual a la que se tomó ella, es probable que la ayudemos a recuperarse.
—No lo conocíamos —dijo Cinta.
—¿Qué aspecto tenía?
—Pues... no sé —miró a Santi y a Máximo en busca de ayuda.
—Era un hombre de unos treinta años, puede que menos, no tengo buen ojo para eso —se adelantó Máximo—. Me pareció normal, vulgar. Todo fue muy rápido, y estaba oscuro.
—Era la primera vez... —trató de intercalar Santi.
—¿Alguna seña, color de ojos, de cabello, un tatuaje?
—Bajo, cabello negro y corto, vestía traje oscuro. Me chocó porque hacía calor.
—Nariz aguileña —recordó Santi.
—¿Algún nombre?
—No.
—¿Cuánto os costó lo que comprasteis?
—Dos mil cada uno. Pedía dos mil quinientas, pero al comprar varias...
—¿Tomasteis todos?
—Oiga... —se incomodó Máximo.
—¿Se lo pregunto a vuestros padres?
—Tomamos todos —dijo Cinta.
—¿Cómo eran las pastillas?
—Blancas, redondas, tipo aspirina y más pequeñas, ¿cómo quiere que...?
—Tenían una media luna grabada —manifestó Santi sabiendo a qué se refería el inspector.
El hombre puso cara de fastidio.
—¿Una media luna?
—Sí.
Chasqueó la lengua con mal contenida furia.
—¿Qué pasa? —quiso saber Máximo.
—Nada que os importe —se apartó de ellos pensativo antes de agregar—: ¿Dónde fue?
—En el Pandora's.
—Muy bien —suspiró—. Dejadme vuestros teléfonos y direcciones, y si recordáis algo más, llamadme —les tendió una tarjeta a cada uno—. A cualquier hora, ¿de acuerdo?
No esperó su respuesta y se alejó de ellos caminando con el paso muy vivo.





14
(Negras: Alfil h7)
Volvieron a tropezarse con Eloy frente a la puerta de acceso a urgencias. Salía de la zona de las habitaciones, allá donde ellos no habían conseguido entrar, y pudieron percibir claramente las huellas del llanto en sus ojos. Tenía las mandíbulas apretadas.
—¿La has visto? —se interesó Cinta.
—Sí.
Iba a preguntar algo más, pero no lo hizo al ver la cara de su amigo. Por el contrario, fue él quien formuló la siguiente pregunta.
—¿Habéis llamado a Loreto?
—Sí.
—¿Qué ha dicho?
—Hemos hablado con su madre. No ha querido despertarla. Sólo le faltaba esto tal y como está ella.
—¿Tenéis alguna píldora más de esas? —preguntó de pronto Eloy.
—No.
—Los médicos no saben qué había en ella, cuál era su composición. Si pudiéramos conseguir una, tal vez...
—Sí, ya lo sabemos —asintió Santi.
—¿De veras crees que una pastilla ayudaría a...? —apuntó Cinta.
—¡No lo sé, pero se podría intentar!, ¿no?
No ocultó su impotencia llena de rabia. Frente al abatimiento y la desesperanza de Cinta, Santi y Máximo, todo en él era puro nervio, una ansiedad mal medida y peor controlada.
—¿Adónde ibais? —les preguntó de nuevo.
—A casa, a dormir un poco —suspiró Cinta.
Eloy no la miró a ella, sino a Máximo.
—¿Os vais a dormir? —espetó.
—¿Qué quieres que hagamos?
—¿Ella está muriéndose y vosotros os vais a dormir tan tranquilos? —insistió él.
—¡Estamos agotados, tío! —protestó Máximo.
Parecía no podérselo creer.
—¿Te pasas los fines de semana enteros bailando, de viernes a domingo, sin parar, y ahora me vienes con que estás agotado un sábado por la mañana? —levantó la voz preso de su furia.
—Ya vale, Eloy —trató de calmarlo Santi.
—Todos estamos...
Nadie hizo caso ahora a Cinta. Eloy seguía dirigiéndose a Máximo.
—Fuiste tú quien compró esa mierda, ¿verdad?
—Oye, ¿de qué vas?
—¡Fuiste tú!
—¿Y qué si fui yo, eh? —acabó disparándose Máximo—. ¿Qué pasa contigo, tío?
—¡Maldito cabrón!
Se le echó encima, pero Santi estaba alerta, y era más fuerte que él. Lo detuvo y lo obligó a retroceder, mientras Cinta se ponía también en medio, de nuevo llorosa y al borde de un ataque de nervios.
—¡Por favor, no os peleéis, por favor! —gritó la muchacha.
—Vamos, Eloy, cálmate —pidió Santi—. No ha sido culpa de nadie. Y tampoco ha sido culpa suya. Fue Raúl el que trajo al tipo y el que...
—¿Estaba ahí ese imbécil? —abrió los ojos Eloy.
—Sí —reconoció Santi.
La presión cedió, los músculos de Eloy dejaron de empujar y Santi relajó los suyos. Máximo también respiró con fuerza, apretando los puños, dándoles la espalda mientras daba unos pasos nerviosos en torno a sí mismo. Cinta quedó en medio, abrazándose con desvalida tristeza.
Fue en ese momento cuando las puertas de urgencias se abrieron de par en par y, corriendo, entraron varias personas llevando a un niño lleno de sangre en los brazos.
El lugar se convirtió en un caos de gritos, voces y carreras.




15
(Blancas: Alfil d3)
El doctor Pons le tendió el pliego de hojas.
—Desde luego, no es Metilendioximetaanfetamina, sino Metilendioxietanfetamina.
El inspector Espinós alzó la vista del análisis de sangre.
—No es éxtasis —aclaró el médico—, sino eva.
—Bueno, eso ya me lo imaginaba —reconoció el policía—. La gente sigue llamándolo éxtasis pero...
—Lo malo es que ahora que teníamos el éxtasis bastante estudiado... —hizo un gesto de desesperanza el doctor Pons antes de empezar a hablar, casi como si lo hiciera para sí mismo—. Quizá no debía haberse prohibido, ya ves tú. Cuando vamos descubriendo una cosa, la prohíben, y entonces sale otra más difícil y compleja de detectar. A comienzos de siglo se empleaban dosis controladas de éxtasis en psiquiatría para mejorar la comunicación con los pacientes. Ahora, desde que la DEA lo catalogó en 1985 dentro del grupo de sustancias sin utilidad médica reconocida, y con riesgos de adicción... En fin, que prefería vérmelas con el éxtasis, amigo. Está claro que siendo el eva un veinticinco por ciento menos potente que el éxtasis, su mayor cantidad de principio activo lo hace más peligroso, porque actúa más rápido. Es todo lo que sabemos y poco más, muy poco más.
—¿Y además de eva, qué contenía esa pastilla?
—Ahí está todo lo que hemos detectado —señaló el análisis de sangre—, pero como siempre, es insuficiente. El cuerpo ya ha eliminado algunas sustancias. Seguimos sin saber contra qué luchamos. De las variedades analizadas por los laboratorios de toxicología últimamente, el ochenta por ciento era eva, y no había ninguna pastilla cuya composición fuese igual a otra. Siempre hay alguna porquería que las diferencia entre sí.
—Ésta también es diferente —le informó el inspector Espinós—. Según esos chicos, tenía una media luna grabada. Es la primera con esta marca, así que debe haber una nueva partida recién llegada a la ciudad, tal vez de procedencia remota.
—¿Por qué les ponen esos sellos? ¿Lo sabes?
—Para distinguirlas, para jugar... ¡qué sé yo! He visto pastillas con tantas figuras y nombres...: el conejito de Play Boy, la lengua de los Rolling Stones, logotipos de canales de televisión, dibujos infantiles...
—De momento, esta luna ya tiene una víctima.
—Luna —rezongó el policía—. Malditos hijos de puta... Un paquete de mil pastillas pesa algo más de un cuarto de kilo, ¿cómo lo ves, eh, Juan? Alrededor de doscientos ochenta gramos. ¡Diez mil pastillas pesan menos de tres kilos! ¡Y valen veinte millones de pesetas en el mercado!
—Es el precio lo que lo hace fácil —intercaló el médico—. ¿A cómo está ahora la cocaína en la calle?
Vicente Espinós suspiró agotado.
—Doce mil el gramo.
—Creo que el speed está a unas tres mil, y el éxtasis o el eva a un poco menos, ¿me equivoco? Es lo más barato, y por tanto también lo más explosivamente peligroso. En Inglaterra se consumen a la semana entre un millón y un millón y medio de pastillas, todas entre chicos y chicas de trece a diecinueve años. ¿Cuántas se consumen en España?
No había cifras, y los dos lo sabían. Por ello la pregunta se hacía más angustiosa.
—Nos llevan una gran ventaja —dijo el policía—, los fabricantes y los traficantes por un lado, y esos chicos por otro. A veces oigo a mi hija hablar de música y me parece una extraterrestre. Rave, hardcore, trance, house, techno, hip-hop... ¡Hasta hace poco aún creía que el bacalao se comía, y ahora resulta que lo escriben con K y se baila! —no se rió de su mal chiste—. ¿Qué más quieren si ya salen de noche, practican el sexo y hacen lo que les da la gana? ¿Por qué además han de destruirse? ¿Es eso libertad?
—¿Recuerdas cuando fumábamos hierba en los sesenta?
—¡Venga, no compares, tú!
—Lo único que sé es que a veces se necesita una muerte para sacudir a la sociedad —desgranó Juan Pons con deliberada cautela—. En 1992 las drogas de diseño apenas si alcanzaban un tres por ciento del consumo total en nuestra Comunidad. En 1993 saltamos al diecinueve por ciento, en 1994 llegamos al treinta y cuatro por ciento y en 1995... Desde entonces, y sobre todo en estos últimos tiempos, ha seguido aumentando su consumo. Aun así, estamos lejos de los cincuenta y dos adolescentes muertos en Inglaterra en la primera mitad de los noventa. Cincuenta y dos, que se dice pronto. Y eso quitando comas, lesiones permanentes y efectos secundarios. Y espera, que dentro de diez años tendremos una generación de depresivos, porque eso es lo menos que les va a pasar a estos chicos. Las lesiones cerebrales y físicas serán de consideración.
—Este caso levantará ampollas —dijo Vicente Espinós.
—Por eso te decía que a veces se necesita algo como lo de esta chica para sacudir a la opinión pública.
—Ya, pero a la única opinión pública que va a sacudir es a la policía.
—¿Qué harás, una redada general de camellos con sello de urgencia?
—No seas cruel, Juan —protestó el inspector—. Pero desde luego va a haber una buena movida.
—¿Te han dado algún dato de interés esos chicos?
El policía se puso en pie.
—Una nariz aguileña.
—¿Y?
—Es suficiente —dijo Vicente Espinós—. Al menos por ahora.
Y le tendió la mano a su amigo, dispuesto a irse, dando por terminada su breve charla.








16
(Negras: Alfil x d3)
Marcó el número de teléfono de memoria y apenas lo hubo hecho, miró a derecha e izquierda, para asegurarse una vez más de que todo estaba tranquilo y la calle envuelta en la normalidad prematura de un sábado por la mañana. No tuvo que esperar mucho.
—¿Sí? —le contestó una voz femenina por el auricular.
—¿El señor Castro?
—Duerme —fue un comentario escueto—. ¿Quién le llama?
—Poli —dijo él—. Poli García.
—¿Qué quieres?
—Ha habido una movida. He de hablar con él.
—¿Qué clase de movida?
—Oye, despiértalo, ¿vale? Puede ser importante y tiene que saberlo.
—¿Qué clase de movida? —repitió la voz femenina.
—Una chica en el hospital —bufó el camello—. Estoy en una cabina, y no tengo muchas monedas.
—Cómprate un móvil. ¿Qué tiene que ver esa chica con Alex?
—Le vendí una luna. De las primeras.
Ahora sí. Ella pareció captar la intención.
—Espera —suspiró.
No tuvo que hacerlo mucho tiempo, pero por si acaso introdujo otra moneda de veinte duros por la ranura del teléfono.
—¿Poli? —escuchó la voz de Alejandro Castro—. ¿Qué clase de mierda es ésa?
—Ya ves. Estuve en el Pandora's, vendí como cincuenta, y nada más irme una chica se puso a parir.
—¿Golpe de calor?
—Eso parece.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo han soplado. Yo también tengo amigos, ¿sabes?
—¿Está bien?
—¡Y yo qué sé! Debe estar en algún hospital.
—¡Eh, eh, tranquilo!
—¿Tranquilo? Esa clase de marrones no me gustan. Si muere, habrá problemas; y aunque no la palme puede que los haya igualmente. ¡Coño, me dijiste que era material de primera!
—¡Y lo es!, ¿qué te crees?
—¡Nunca me había pasado nada así!
—Oye, Poli, entérate: yo no las fabrico, las importo. Y trabajo con gente que lo hace bien.
—Todo lo que tú quieras, pero yo tengo doscientas pastillas encima y ya veremos qué pasa esta noche.
—¡Yo tengo quince kilos, y hay que venderlas, no me vengas con chorradas!
—Mira, Castro, si esa cría muere, la poli va a remover cielo y tierra, y como den conmigo...
—¿Como den contigo, qué? —le atajó el aludido al otro lado del teléfono.
Poli percibió claramente su tono.
Llenó sus pulmones de aire.
—Nada —acabó diciendo—. Supongo que estoy un poco nervioso.
—Pues tómate una tila y cálmate, ¿vale?
No había mucho más que decir.
—¡Vale!
El otro ni siquiera se despidió.





17
(Blancas: Reina x d3)
Loreto apareció en la puerta de la cocina con el sueño todavía pegado a sus párpados. Su madre la contempló buscando, como cada mañana en los últimos días, la naturalidad en sus gestos y la indiferencia en su mirada. Pero también como cada mañana, le fue difícil hacerlo. Pese al camisón, que le llegaba hasta un poco más arriba de las rodillas, la delgadez, de su hija era tan manifiesta que seguía horrorizándola. Los brazos y las piernas eran simples huesos con apenas unos gramos de carne todavía luchando con firmeza por la supervivencia. El pecho no existía. Pero lo peor seguía siendo el rostro, enteco, lleno de ángulos debido a que en él no había ya más que piel.
A veces le costaba reconocerla.
Había sido tan bonita.
Tan...
—Hola, mamá. Buenos días.
—Buenos días, cielo.
—He dormido doce horas, ¿no?
—Sí, está bien. ¿Cómo te encuentras?
—¡Oh!, estupendamente.
Le hizo la pregunta que tanto temía, pero que debía formular para dar visos de normalidad cotidiana. La pregunta que tres veces al día la llenaba de zozobra. Y no porque ella fuese a rechazarla.
—¿Quieres desayunar?
Se encontró con la mirada de su hija.
—Unos cereales, con leche.
—¿Te los pongo yo?
—No, ya lo haré yo misma, gracias. Voy a lavarme.
La vio salir y se apoyó en la mesa. A fin de cuentas lo importante ya no era sólo que comiera algo sin muestras de gula o ansiedad, sino que no lo vomitara después.
Ésa era la clave.
De algún lugar de sí misma buscó las fuerzas que le permitieran seguir. Ella también estaba como su hija: en los huesos de su resistencia. Pero los médicos, los psiquiatras sobre todo, no dejaban de repetirle y recordarle que tenía que ser fuerte, muy fuerte.
Si ella flaqueaba, Loreto estaría perdida.
De pronto recordó la llamada telefónica.
Pensó en no decirle nada, pero de cualquier forma ella llamaría antes o después a sus amigos, así que...
—¡Loreto!
Fue tras ella. Ya estaba en el baño. Llamó a la puerta y entró casi a continuación. Su hija se cubrió el cuerpo rápidamente con la toalla. Pero bastó una fracción de segundo para que ella pudiese verla desnuda. Casi tuvo que abortar un grito de pánico y dolor.
Los prisioneros de los campos de exterminio nazis no tenían peor aspecto.
—¡Mamá! —gritó Loreto.
—Lo... siento, hija —trató de dominarse a duras penas—. Es que algo le ha pasado a Luciana y...
Loreto se olvidó de la interrupción.
—¿Qué pasa? —se alarmó.
—La han llevado al Clínico. Por lo visto se ha tomado algo esta noche, alguna clase de droga.
—¡Oh, no! —el rostro de la muchacha se transmutó—. ¿Está bien?
—No lo sé. Han llamado muy de mañana, apenas había amanecido.
—¿Por qué no me despertaste?
—Vamos, hija, ¿qué querías que hiciese?
—He de ir allí —dijo Loreto.
—¿En tu estado?
—Mamá...
Salió del baño, envuelta en la toalla, y caminó en dirección al teléfono. Marcó el número de la casa de Luciana y esperó unos segundos.
—No hay nadie —dijo finalmente.
Colgó.
Y en ese instante el timbre del aparato las sacó a las dos de su silencio.



18
(Negras: e6)
Vicente Espinós salió por la puerta de urgencias del Hospital Clínico y se detuvo en la acera para tomar aire y decidir qué rumbo seguir. La mañana era agradable. Una típica mañana de primavera, a las puertas del verano y en tiempo de verbena, pero aún sin los calores caniculares. No le gustaban los hospitales. Debía ser hipocondríaco. Se decía que un buen tanto por ciento de personas que entraban en un hospital, salían con algún virus pegado al forro. Y lo mismo los pacientes. Los curaban de una tontería y salían con algo gordo.
Se olvidó de sus malos presagios cuando le vio a él. Aunque de hecho su presencia no hizo más que reavivarle otros.
El reconocimiento fue mutuo.
—¡Vaya por Dios! —comentó el policía sin ocultar su disgusto.
—Caramba, la ley —dijo el aparecido deteniéndose ante él.
No podía ser casual. No con Mariano Zapata.
—¿Qué hace por aquí? —le preguntó.
—Creo que lo mismo que usted —sonrió el periodista—. ¿Qué hay de esa chica?
—Las noticias vuelan rápido. ¿Quién le ha llamado?
—Contactos —se evadió Mariano Zapata con un aire de suficiencia.
—¿Por qué no le hace un favor a ella, y a la investigación, y se va?
—Vamos, Espinós —el periodista abrió los brazos mostrándole sus manos desnudas—. ¿Me lo dice en serio?
—Se lo digo en serio, sí.
—Debería saber que es bueno que esas cosas se sepan —justificó Zapata—. Siempre actúan de freno. Un montón de padres les prohibirán a sus hijos salir el próximo fin de semana, y tal vez, algunos chicos y chicas no vuelvan a tomar porquerías recordando lo que le ha sucedido a esta chica. Eso tiene de bueno la información.
—Depende de cómo se dé.
—¿Quiere decir que yo la manipulo?
No le contestó directamente, aunque le hubiera gustado. Siempre había existido una coexistencia más o menos pacífica entre la ley y la prensa. Pero Mariano Zapata era otra cosa. Un sensacionalista.
—Si habla de esa chica, los responsables de lo que le ha sucedido tomarán precauciones.
—O sea, que debo callar para ayudarles a desarrollar su investigación.
—Más o menos.
—No puedo creerlo —se burló el periodista antes de que cambiara de tono y dijera con énfasis—: ¡La gente tiene derecho a saber lo que pasa! ¡Y cuanto antes mejor!
Era la misma historia de siempre. No sabía por qué discutía con él.
Inició de nuevo su camino, sin siquiera despedirse.
—Vamos, Espinós —le acompañó la voz de Zapata—. Tiene todo el día de hoy para investigar el caso, ¿qué más quiere?
Quería romperle la cara, o detenerle, pero eso hubiera sido... ¿anticonstitucional?
¿Quién decía que hasta las ratas tienen derechos?







19
(Blancas: Alfil f4)
Al llegar al portal del edificio, los dos aminoraron el paso de forma que se detuvieron como si se les hubiese terminado la energía. Santi, que llevaba a Cinta cogida por los hombros, fue el que se colocó delante de la chica para besarla.
Ella se dejó hacer, sin colaborar, sin reaccionar.
—¿Estás bien? —acabó preguntando él.
—Sí.
—¿Seguro?
—Que sí.
Santi levantó la cabeza. Miró la casa.
—No es conveniente que te quedes sola —comentó.
—Ya —Cinta plegó los labios.
—¿Tus padres vuelven mañana?
—Ya sabes que sí.
—Déjame que suba.
—No.
—Pero...
—Ahora no —quiso zanjar el tema sin conseguirlo.
—¿Por qué?
—Porque acabarás como siempre, y no me apetece. Además, la última vez casi nos pillan, y juré que no volvería a ser tan imprudente.
—Oye, que es sábado por la mañana. La otra vez era domingo y nos quedamos dormidos. Y ellos no van a volver el sábado por la mañana, ¿vale?
—Imagínate que mi madre se pone mal o qué sé yo.
—Escucha —trató de ser convincente, casi tanto como solía gustarle a su novia—, sólo quiero echarme un rato, nada más. Y así nos hacemos compañía. Ha sido un palo, y no quiero dejarte sola.
Se encontró con la mirada cargada de dudosos reproches de Cinta, pero nada más.
—Además dije en casa que estaría fuera todo el fin de semana —continuó él—. Si aparezco a esta hora del sábado van a creer que ha pasado algo. No esperaba que ocurriera una cosa así.
—Mucha cara tienes tú.
—Va, no seas así.
Le dio un beso en la frente y Cinta cerró los ojos. Luego él la atrajo hacia su pecho, y ella se dejó acariciar, muy quieta.
No hizo falta volver a hablar.
Acabaron entrando en el portal en silencio, todavía abrazados, revestidos de ternura, hasta que la aparición de una vecina en la escalera les hizo separarse.








20
(Negras: Reina a5)
Abrió la puerta con sigilo, por si tenía suerte y ellos aún dormían o por lo menos no le oían llegar, pero comprendió que no era precisamente su día de suerte.
Su madre apareció en el pasillo, en bata, con su habitual cara de preocupación.
—¡Vaya horas, Máximo! —fue lo primero que le dijo.
Lo siguiente fue acercarse a él, para comprobar su estado.
—Estoy bien, mamá. No he bebido.
Parecía no creerle. Se le plantó delante, mirándolo de hito en hito.
No tuvo tiempo de mostrarse enfadado por la falta de fe materna, ni de protestar o tratar de capear el temporal al que, por otra parte, ya estaba habituado. Su padre apareció por la puerta del baño a medio afeitar.
—¿Qué, por qué no empalmas ya, directamente? —le gritó.
—Se me ha hecho tarde, caramba. No voy a estar mirando la hora...
—¡Ay, hijo, es que primero llegabas a las tres o las cuatro, luego ya fue al amanecer, y ahora...! —se puso en plan dramático su madre.
—Oye, tengo casi diecinueve años, ¿vale?
—¡A tu madre no le contestes!, ¿me oyes? ¡Mira que te doy un guantazo que te pongo las orejas del revés! ¡Casi diecinueve años, casi diecinueve años! ¡Si aún te quedan siete meses, crío de mierda!
—Bueno, no discutáis —trató de contemporizar la mujer.
—Tú has empezado, mamá —la acusó Máximo—. He salido, se me ha hecho tarde y estoy bien, ¿ves? ¿Qué más quieres?
—¿Y no piensas que tu madre a veces no pega ojo en toda la noche? —continuó gritando el hombre.
—Yo no tengo la culpa de eso —se defendió él.
—Si es que cada semana se matan tantos chicos en accidentes que...
La discusión ahora ya era entre ellos dos, como habitualmente solía suceder. Dejaron de hacerle caso a ella.
—¡Y ahora a dormir hasta la hora de comer, claro! ¡Eso si te levantas, porque a lo peor empalmas y hasta la noche, y vuelta a empezar! Pues ¿sabes lo que te digo, eh? ¿Sabes lo que te digo? ¡Que se me están empezando a hinchar las narices! ¡Y a mí cuando se me hinchan las narices...!
—Vale, oye, no grites —trató de contenerle Máximo al ver que su madre iba a ponerse a llorar.
—¡Tú a callar, yo grito lo que me da la gana!
Máximo se tragó su posible respuesta. Lo hizo tanto por cansancio como por su madre. El silencio los envolvió súbitamente, de forma que los tres se miraron como animales acorralados.
Fue suficiente. La tensión cedió de manera progresiva, como una espiral.
El hombre volvió a meterse en el cuarto de baño, dando un portazo.
Y Máximo entró en su habitación.
En el momento de dejarse caer sobre la cama, tenía los puños apretados, pero no sólo era por la discusión que acababa de tener.
Seguía pensando en Luciana, y en Raúl, y en...







21
(Blancas: Alfil d2)
Aparecieron los dos, y, al entrar en la sala, Mariano Zapata se levantó. Fue él quien les tendió la mano en primer lugar.
—¿Señores Salas?
Primero se la estrechó a ella, haciendo una leve inclinación. Después a él. Acto seguido les mostró su credencial de prensa.
Esther Salas lo miró sin acabar de comprender.
—¿Cómo está su hija Luciana? —se interesó el periodista.
—En... coma —articuló Luis Salas.
—Sí, lo sé. Me refería a si había habido algún cambio —aclaró Mariano Zapata.
—No, dicen que aún es... pronto.
—Créanme que lo siento. Estas cosas le revuelven a uno el estómago.
—¿Va a escribir algo sobre nuestra hija? —vaciló el padre de Luciana.
—Debo hacerlo.
—¿Porque es noticia?
—Es algo más que eso, señor Salas —trató de mostrarse lo más sincero posible, y en el fondo lo era—. Cuando estas cosas pasan la desgracia de una persona suele ser la salvación de otras.
—No le entiendo —musitó la mujer.
—Un caso como el de Luciana alerta a los demás, a posibles víctimas y a sus padres —le aclaró su marido.
—Así es —corroboró el periodista—. De ahí que quiera hablar con ustedes, saber algo más de su hija, pedirles que me cuenten cómo era, que me den alguna fotografía.
—Señor...
—Zapata, Mariano Zapata —les recordó.
—Señor Zapata —continuó Luis Salas—. Ahora mismo no estamos para otra cosa que no sea para estar a su lado, ¿entiende? Tal vez mañana, o pasado... no sé...
—Esta noche cientos de chicos y chicas tomarán la misma porquería que ha llevado a Luciana a ese estado, señor Salas —insistió él.
—Todo esto acaba de ocurrir. Todavía... —balbuceó Esther Salas.
—Se lo ruego, señor Zapata —pidió Luis Salas.
—¿Podría hacerle una fotografía a Luciana?
—¡No!
Fue casi un grito. Los dos hombres la miraron.
—Señora, esa imagen...
—¡No quiero que nadie la vea así, por Dios!
Todo el horror del mundo tintaba sus facciones. El periodista supo ver en ellas una negativa cerrada.
—De acuerdo, señora —se resignó—. Lo siento.
Y volvió a tenderles la mano dispuesto a marcharse.








22
(Negras: Reina c7)
Cinta sintió la mano de Santi en su muslo desnudo, y rápidamente movió la suya para detener su avance.
—Ya vale —dijo con escueta sequedad.
Santi no le hizo caso. Siguió recorriendo su piel, en sentido ascendente, tratando de vencer la oposición de la mano de ella.
—¡Estáte quieto!, ¿quieres? —acabó gritando Cinta mientras se daba la vuelta en la cama, furiosa.
—Mujer... —se defendió él.
—¡Has dicho que sólo querías echarte un rato!
—Es que al verte así...
—¡Pues cierra los ojos, o date la vuelta!
—Ya.
Cinta se acodó con un brazo y le miró presa de una fuerte rabia.
—¿Serías capaz de hacerlo, ahora? —le preguntó.
—¿Por qué no?
—¿Con Luciana en el hospital, en coma?
—Precisamente por eso necesito...
—Eres un cerdo —le espetó su novia.
—No soy un cerdo.
Cinta volvió a darle la espalda. Hizo algo más: se apartó de él, colocándose prácticamente en el filo de la cama. A través de la penumbra Santi vio sus formas suaves, su belleza juvenil, todo cuanto encerraba en su cuerpo.
Tan cerca, y, de pronto, tan lejos.
—Vale, perdona —dijo. No hubo respuesta. —He dicho que lo siento.
El mismo silencio.
Roto apenas unos segundos después por el ahogado llanto de ella.
Aunque sabía que no era por él.
Era como si Luciana estuviese allí, entre ellos, y también en sus mentes.


23
(Blancas: 0-0-0)
Al principio, precisamente, la que le había gustado era Luciana. Las conoció a las dos al mismo tiempo, inseparables, sin olvidar a Loreto, que iba más a su bola y apareció después. Las llamó las destroyers, porque arrasaban. Tenían toda la marcha del mundo, eran fans de casi todos los grupos de guaperas habidos y por haber. Pero en sus rostros y en sus cuerpos anidaba un ángel, algo especial.
Cuando comprendió que Luciana era diferente, más inaccesible, y que además se inclinaba por Eloy, entonces se fijó en Cinta, y ella en él. Desde ese momento todo fue muy rápido.
Enamorados como tontos.
Jamás pensó que pudiera liarse tan pronto, pero con Cinta había encontrado algo que no conocía: la paz. Por otra parte, primero todo fue un juego adolescente. Después ya no.
Ahora Cinta no era fan de ningún grupo de guaperas. Era una mujer.
Una mujer de dieciocho años.
¿Por qué había tenido que meter la pata?
La oyó llorar más y más, hasta que el viento huracanado de ese sentimiento menguó y cesó. Tuvo deseos de cogerla, abrazarla, ya sin deseo sexual, sólo porque ella lo necesitaba, pero no se atrevió siquiera a tocarla. Cinta tenía carácter.
Mucho carácter.
Cerró los ojos, y, entonces, se vio a sí mismo, y a los demás, la pasada noche, bailando.
Luciana, Máximo, Cinta, Raúl, Ana, Paco, él... Oía sus voces.
—Vamos, total... a ver qué pasa.
—Oye, esto no será muy fuerte, ¿verdad?
—A mí me da por reírme.
—¡Ya, que te voy a creer!
—En serio.
—Mirad que como mañana me despierte en una cama ajena y no recuerde nada... Os mato, ¿vale?
—Todo depende de cómo sea él.
—¡Pero si no es más fuerte que una anfeta, cagada!
—Por eso vale dos mil cucas, ¿no?
—¡Cómo te enrollas!
—Venga, tía, va.
—Que no, en serio.
—Serás...
—¿Vas a ser la única que pase?
—En fin... pero no se lo digáis a Eloy.
—A ver si es que vas a tener que pedirle permiso para todo, tú.
—Venga, venga, que vamos a arrasar.
—¿Habéis oído hablar del Special K?
—No, ¿qué es?
—¡Huy, lo más fuerte! ¡Y lo último!
—No toméis alcohol con esto, ¿eh? Te deshidratas. Y bebed agua cada hora, pero sin pasarse.
—Muy enterado estás tú.
—Hombre, hay que saber de qué va la película.
—¿Qué tal? ¿Flipa o no flipa?
—Yo no siento nada.
—¡Venga, vamos a bailar! ¡Que circule!
Santi volvió a abrir los ojos.
Jadeaba, y el corazón le latía con mucha fuerza en el pecho. No era Cinta, sino él, quien necesitaba que le abrazaran ahora.
—Cinta... —susurró.
No hubo respuesta.





24
(Negras: Caballo gf6)
Cinta miraba las rendijas de la persiana, los segmentos horizontales por los cuales se filtraba la luz del sol. No tenía sueño, ni pizca de sueño, aunque agradecía el hecho de poder estar tumbada, en silencio. Lo único malo del silencio era oír el eco de sus propios pensamientos. Un eco cargado de reverberaciones que la aturdían.
Y no podía escapar de las mismas. Eran como ondas que se dilataban y se contraían en la superficie quieta de un lago.
Ella y Luciana habían sido las más reacias a tomar la pastilla. Una cosa eran las anfetas o alguna bebida fuerte, y otra muy distinta una pastilla de éxtasis. Raúl, y Máximo, y también Santi en el fondo, incluso la misma Ana, fueron los motores. Raúl y Máximo estaban habituados. En realidad, ni Ana ni Paco formaban parte del grupo, pero los conocían. Ella parecía estar de vuelta de todo. Demasiado.
Una simple pastilla blanca, redonda, del tamaño de una uña, o tal vez más pequeña.
¿Cómo era posible que...?
—Oye, ¿no dices que quieres probar nuevas experiencias, y que le has dicho a Eloy que vas a tomártelo con calma? Pues empieza.
—Creo que soy idiota.
—Bueno, mañana le llamas y le dices que eres idiota. Pero esta noche vamos a soltarnos el pelo.
—La verdad es que pagar dos mil del ala por esto...
—A mí no me irá mal dejar de pensar un rato. Tengo los exámenes metidos en el tarro.
—Seguro que me mareo y vomito.
—¡Jo, qué moral, tía! ¡Tómatela ya y calla de una vez!
Ojalá hubiera vomitado. Cuando la vio caer al suelo, y se dio cuenta de lo mal que estaba... Y todo lo que ocurrió después, cuando la sacaron fuera, y empezaron los gritos, y la espera de la ambulancia, y todo lo demás...
Santi tal vez tuviera razón: necesitaba un poco de cariño, amor, ternura, tal vez sexo. Pero no se movió.
Recordaba cuando se conocieron. Hacían cola para comprar dos entradas del concierto de su grupo preferido, y de pronto cerraron la taquilla y anunciaron que se habían agotado. Luciana se echó a llorar, y ella empezó a gritar, dispuesta a saltar sobre la taquilla y abrirla a golpes. Sin saber cómo, se vieron una junto a la otra, llorando desconsoladas, y abrazándose. No sabían nada la una de la otra, pero compartían su amor infinito por ellos, los cinco chicos más guapos de la creación, los que mejor cantaban, los que mejor bailaban, los que mejor se movían...
No pudieron ir a ese concierto, pero desde entonces fueron como hermanas. Luego, Luciana le presentó a Loreto. Eran íntimas, pero a Loreto la música le importaba menos, así que Luciana y ella tenían muchas más cosas en común.
Incluso tenían planes. Se querían ir a vivir juntas. Y solas.
De pronto todo parecía increíble, lejano, y sobre todo, ¡tan absurdo!
Una simple noche, una simple pastilla que se suponía iba a disparar...
Sí, disparar era la palabra exacta.
Como todas las armas, el disparo podía llegar a ser mortal.






25
(Blancas: Reina e2)
Máximo tampoco podía dormir.
La pelea entre sus padres a causa de él había cesado hacía rato, y ahora la casa estaba en silencio, pero su mente era un hervidero. Creía que un descanso, atemperar los nervios, le vendría bien, y descubría que no, que la soledad era peor. El silencio se convertía en un caos.
Cinta y Santi estaban juntos, pero él no tenía a nadie.
Nunca había tenido a nadie. El loco de Máximo.
Loco o no, ahora no podía eludir su responsabilidad. Eloy tenía razón. La culpa era suya, no toda, pero sí gran parte. Fue él quien llevó las malditas pastillas a Luciana, Cinta y Santi. Él y, por supuesto, Raúl.
Aún más condenadamente loco.
—¡Vamos, tío, si compramos un puñado nos las rebaja!
—¿Colocan bien?
—¿De qué vas? Te estoy hablando de éxtasis, no de ninguna mierda de esas de colores para críos con acné.
—Que ya lo sé, hombre, ¿qué te crees? Pero no sé si ellas...
—¿Luci y Cinta? ¿Qué son, bebés? ¡Eh, colega!
Entonces había aparecido él.
El camello.
Tal y como se lo describió al inspector.
—Recién llegadas. ¿A que son bonitas? ¿Veis? Una luna. Dos mil cada una si compráis media docena. Precio de amigo.
—De amigo sería a mil.
—Sí, hombre, si quieres te las regalo.
—¡Anda ya!
Se conocían. Raúl y el camello se conocían.
Entonces fueron con Cinta, Santi y Luciana. Paco y Ana también estaban allí. Siete pastillas. Catorce mil pesetas. Raúl ya llevaba algo encima, porque no paraba de moverse, de reír, de gritar, con los ojos iluminados.
Raúl era de los que aguantaban todo el fin de semana, de viernes a lunes prácticamente. Cuatro días de bajada y al siguiente viernes, vuelta a empezar. Era su vida.
La música, la mákina y el bakalao, la disco, el movimiento continuo.
Y en un momento determinado, todos formando una cadena, el camello, Raúl, él, y, finalmente, Luciana.
Una cadena que se rompía por el eslabón más pequeño y más débil.
Aparte de Loreto, la única chica que le había importado, y que ya no era más que una sombra de sí misma por culpa de la maldita bulimia.
¿Por qué se destruían a sí mismos?
Suspiró con fuerza, para sentirse vivo, pero sólo consiguió recordar que Luciana ya no podía hacerlo. El dolor se le hizo entonces insoportable. Y no tenía ni idea de cómo arrancárselo.
Si Luciana moría...
Si permanecía en coma durante meses, o años...
Máximo se levantó de un salto. Estaba temblando.







26
(Negras: 0-0-0)
Eloy tuvo suerte. No se vio obligado a llamar desde el interfono. Un hombre, llevando de la mano a un niño, salía del portal, y él se coló dentro sin necesidad de llamar. Ni siquiera esperó el ascensor. Total, sólo eran tres pisos. Los subió dando zancadas que devoraron los peldaños de dos en dos y se detuvo ante la puerta el tiempo justo para coger aire. Luego llamó.
Le abrió Julia. La conocía. Era una preciosidad de catorce años, que daría mucho que hablar cuando se formara un poco más, si es que ya no lo hacía ahora. Rubia, de pecho pequeño y puntiagudo, ojos grises, piernas largas que ella resaltaba con ajustadas minifaldas de tubo...
—Vaya —le sonrió—. Es toda una sorpresa. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió—. ¿Está Raúl?
Su hermana pareció sorprenderse por la pregunta.
—¿Es un chiste? —sonrió—. Pasa.
—No, tengo prisa.
Ella no ocultó su disgusto.
—¿No conoces a Raúl? El fin de semana no aparece por casa. ¿Por qué iba a estar aquí un sábado por la mañana habiendo after hours?
—¿Sabes dónde podría encontrarlo?
—No es de los que dicen dónde va, ni tampoco de los que hacen planes previos. Si tú no lo sabes, menos lo sé yo. ¿Por qué lo buscas?
—Necesito una información urgente.
—Pues hasta el lunes...
Se dio cuenta de que ella aún pensaba que era una excusa, así que se rindió definitivamente.
—Vale, gracias.
Julia se encogió de hombros.
—Estoy sola —le dijo—. Y aburrida.
—Y yo de exámenes.
Ya estaba en la escalera.
La hermana de Raúl cerró la puerta sin darle tiempo a despedirse.

27
(Blancas: Caballo e5)
Vicente Espinós aparcó el coche sobre la acera directamente, y bajó de él sin prisa. No cerró la puerta con llave. Sólo un idiota se lo robaría, a pesar de no llevar ningún distintivo que indicase que era un coche policial. Luego salvó la breve distancia que le separaba de la entrada de la pensión Ágata.
No había nadie dentro, pero no tuvo que esperar demasiado. Un hombre calvo, bajito, con una camiseta sudada, apareció de detrás de una cortina hecha con clips unidos unos a otros. Su ánimo decreció al verlo y reconocerlo.
—Hola, Benito —le saludó el policía.
—Hola, inspector, ¿qué le trae por aquí?
No había alegría ni efusividad en su voz, sólo respeto, y un vano intento de parecer tranquilo, distendido.
—Busco al Mosca.
—Moscas tenemos muchas...
—Benito, que no tengo el día.
—Perdone, inspector.
Por la cortina apareció alguien más, una mujer, entrada en años, pero aún carnosa y sugestiva. Iba muy ceñida, luciendo sus caducos encantos. Le sacaba toda la cabeza al calvo.
—¡Inspector! —cantó con apariencia feliz.
—Hola, Ágata —la saludó él.
—Está buscando al Mosca —la informó Benito.
—El bueno de Policarpo —suspiró la mujer—. ¿En qué lío se ha metido ahora, inspector?
—Sólo quiero hablarle de un par de cosas, nada importante.
—Pues tendrá que buscar en otra parte —dijo Ágata.
—Se marchó hace dos meses —concluyó Benito.
—¿Adónde?
—¿Quién lo sabe? —fingió indiferencia ella—. Ésta es una pensión familiar, y barata. Cuando algunos ganan un poco de dinero, siempre intentan buscar algo que creen que es mejor.
—El mundo está lleno de desagradecidos —apostilló el hombre.
—¿Trincó pasta el Mosca?
—Yo no he dicho eso —se defendió Ágata—, pero como se marchó de aquí...
—Haced memoria o llamo a Sanidad o a alguien parecido.
—¡Hombre, inspector!
—¡Que tampoco es eso!
No lo conmovieron, así que decidieron lo más práctico.
—Lo único que sabemos es que se veía con la Loles, ¿la conoce? Una del Laberinto.
—Sé quién es —asintió Vicente Espinós.
—Bueno, pues me alegro —manifestó la mujer.
El policía los miró de hito en hito. Formaban una extraña pareja. Y llevaban treinta años casados. Otros se divorciaban a la más mínima. Luego se dio media vuelta.
—Si lo veis...
—Lo llamamos, inspector, descuide. No faltaría más.
No lo harían, pero eso era lo de menos.






28
(Negras: Caballo b8)
Loreto se miró en el espejo de su habitación.
Desnuda.
Recorrió las líneas de su cuerpo, una a una. Casi podía contar sus huesos, las diagonales de sus costillas, el vientre hundido, la pelvis salida y extrañamente frondosa, las nudosidades de sus rodillas, la piel seca, el cabello débil y sin fuerza que se le caía cada día más.
Y aun así, se sintió mal por algo distinto. Peor.
Gorda.
Tuvo que cerrar los ojos, y volver a abrirlos, para enfrentarse a la realidad.
Tal y como le había dicho el psiquiatra.
Se estaba muriendo. Si no dejaba de comer incontroladamente para vomitar después al sentirse culpable de ello y temiendo a la obesidad, sería el fin. Había llegado al punto límite, y tras él, no existía retorno posible.
Luchó desesperadamente, consigo misma, y pensó en Luciana.
Luciana, tan llena de vida, siempre alegre.
Desde que sabía que estaba en coma, era como si algo, en su interior, pugnase por estallar, sin saber qué era, ni tampoco por dónde saldría esa explosión. Estaba ahí, agazapado.
Luciana. Ella.
Apenas veinticuatro horas antes, Luciana había estado allí, a su lado, frente a aquel espejo, obligándola también a mirarse.
—¡Por Dios, Loreto!, ¿es que no lo ves? ¡Mira tus dedos, tus dientes, tus pies!
Miró sus dedos. De tanto introducírselos en la boca, para vomitar, los tenía sin uñas, doblados, convertidos en dos garfios, atacados por los ácidos del estómago. Miró sus dientes, con las encías descarnadas, colgando como racimos de uva seca de una vid agotada, también destrozados por los ácidos estomacales que subían con la comida al vomitar. Miró sus pies, sus hermosos pies, casi tanto como las manos unos años antes, ahora llenos de callosidades, pues al perder peso, al desaparecer la carne de su cuerpo, habían tenido que desarrollar su propia base para sostenerla.
Era un monstruo.
Aunque mucho peor era estar gorda...
Tener tanta hambre, y comer, y engordar, y...
—¡Yo te ayudaré, Loreto! ¡Voy a ayudarte a superar esto! ¡Te lo prometo! ¡Estaré a tu lado! ¡Comeremos juntas, lo necesario, sin gulas ni ansiedades, y no te dejaré vomitar, se acabó! ¡Te lo juro!
No hacía ni veinticuatro horas.
Y   ahora ella estaba en coma.
Se moría.
Era tan injusto...
Y   no sólo por Luciana, sino también por ella misma. Porque la dejaba sola.
Sola.
Sintió una punzada en el bajo vientre, dolorosa, aguda. No podía ser la menstruación, porque se le había retirado hacía meses después de tenerla en ocasiones diez días seguidos o de pasar tres meses sin ella, y el estreñimiento no le producía aquel tipo de daño. Tampoco eran sus habituales dolores abdominales. Era un dolor diferente, nuevo.
Tal vez un espasmo.
Pero de alguna forma, por extraño que pareciese, gracias a él sintió, de pronto, que estaba viva.
Luciana no sentía nada.
Ya no.
Loreto se apoyó en el espejo. Primero la mano. Después la cabeza. Cerró definitivamente los ojos.
—No te mueras —susurró—. Por favor, no te mueras.
Ni ella misma supo a cuál de las dos se refería.





29
(Blancas: Torre h4)
Mariano Zapata estaba en la cafetería del hospital, tomando su segundo café del día, cuando apareció Norma, cabizbaja, con las muestras de la preocupación atentando su serena belleza adolescente. La muchacha parecía buscar algo, tal vez una máquina en vez de la barra del bar.
Para el periodista, era la oportunidad que esperaba, la que buscaba desde que una enfermera se la señaló a lo lejos.
Se acercó a ella.
—Tú eres Norma Salas, ¿verdad?
La hermana de Luciana.
Lo miró sin sospechar nada.
—Sí.
—¿Cómo se encuentra?
—Igual. ¿Usted es...?
—¡Oh, perdona! Me llamo Mariano. Soy de la Asociación Española de Ayuda a Drogodependientes.
—Mi hermana no es una drogata —la defendió espontáneamente.
—Claro, claro —la tranquilizó él—, no se trata de eso. Lo que pasa es que este caso va a dar mucho que hablar, ¿entiendes?
—¿Por qué?
—Tu hermana es una chica joven y sana, había salido para pasarlo bien, bailar, y, sin embargo, ahora puede morir. Como comprenderás... Esa porquería que se tomó... éxtasis, ¿verdad?
—El médico dice que no es éxtasis, sino eva.
—Bueno, es el mismo perro con distinto collar. ¿Qué edad tiene tu hermana?
—Casi dieciocho.
—¿Estudia o trabaja?
—Aún estudia, pero lo suyo es el ajedrez.
—¿Ah, sí? Interesante. ¿Es buena?
—Mucho. Ha ganado varios campeonatos escolares, aunque ella no acaba de creérselo. Supongo que para sobresalir en eso hay que arrimar mucho el hombro, y ella aún no lo tiene claro.
—¿Dónde sucedió todo? Quiero decir lo de tomarse esa cosa.
—En una discoteca llamada Pandoras.
—¿Iba sola?
—No, con sus amigos y amigas. Ayer era viernes por la noche.
—Sí, claro, es lógico. ¿Tiene novio?
Por primera vez, Norma se percató de que sin darse cuenta estaba respondiendo a las preguntas del desconocido que tenía delante. Aunque no parecía mal tipo. Él también percibió su instintiva reacción.
—¿Tomas algo? —le propuso antes de que ella siguiera hablando o dejara de hacerlo.








30
(Negras: Alfil d6)
Poli García volvió a detenerse frente a una cabina telefónica, pero sólo fue cuestión de unos segundos. Chasqueó la lengua y miró arriba y abajo de la calle en busca de un bar. Lo divisó en la esquina opuesta, a menos de veinte metros.
En todas las calles de todas las ciudades de España había por lo menos un bar.
Un bar y dos o tres bancos.
Cruzó la calzada y entró en el local. Fue directamente a la barra. Apenas había gente a aquella hora.
—¿Qué será? —le preguntó un camarero.
—Un cortado y el listín telefónico, por favor.
El listín llegó inmediatamente. Buscó los teléfonos de los hospitales de la ciudad y empezó a anotarlos en un papel, despacio, para no dejarse ninguno. Mientras lo hacía le sirvieron el café.
—¿Tiene cambio para hacer algunas llamadas telefónicas? —pidió.
El camarero tomó el billete de mil pesetas y le dio el cambio del café en monedas de cien y de cincuenta. El camello las recogió, se bebió el café de dos tragos y se fue hacia el teléfono, que era verde y estaba ubicado en el extremo opuesto de la barra de manera visible. Marcó el primero de los números que había anotado.
—Urgencias, ¿dígame?
—Perdone, ¿podría decirme si tienen ingresada ahí a una chica que anoche tomó drogas en una discoteca? La llevaron en una ambulancia...
Negativo.
Marcó un segundo número.
Y un tercero.
La respuesta le llegó en el cuarto intento.
—¿Luciana Salas Masoliver? —le preguntó una voz femenina.
No tenía ni idea. ¿Pero cuántas chicas habrían ingresado de noche por causa de las drogas?
—Sí, sí es ella —su tono cambió revistiéndose de angustias— ¿Cómo se encuentra?
—Disculpe, pero...
—Mire, es que mi cuñada me ha dejado el recado en el contestador contándome lo que había pasado, pero sin decirme el hospital ni nada, y como estamos fuera... ¡Dios, qué angustia!, sólo quiero saber... Está viva, ¿verdad?
—¿Es su sobrina? —insistió la voz femenina. —Sí, por favor... ¡por favor!
—Bueno —la resistencia cedió—, se ha estabilizado y por el momento está bien, aunque no fuera de peligro, pero... sigue en coma. Es cuanto puedo decirle.
Coma.
—Gracias, ha sido usted muy amable.
—De nada, señor.
Colgó y se quedó mirando el teléfono.
Tal vez debiera llamar a los otros hospitales, para asegurarse. Tal vez no fuese ella. Tal vez la de Pandora's ya estuviese en casa, tan tranquila. Tal vez.
Coma.
Golpeó el mostrador con el puño cerrado, impulsivamente, preso de una incontenible rabia. Al instante se encontró con la mirada preocupada del camarero.
Salió del bar desorientado, sin saber adónde ir o qué hacer.






31
(Blancas: Caballo c4)
Eloy se detuvo en seco, inesperadamente, al encontrarse con El Arca de los Noés cerrada. Se acercó a la puerta y descubrió que estaba precintada por la autoridad facultativa. Su desconcierto fue palpable.
Era una de las posibilidades de encontrar a Raúl a aquella hora.
Pese a todo, no había muchos locales de baile abiertos en un sábado por la mañana, legales, ilegales, camuflados o privados.
Suspiró desalentado.
Y entonces, por primera vez desde que había salido del hospital, se preguntó qué demonios estaba haciendo.
En parte lo sabía: moverse, no parar, hacer algo para no volverse loco. No habría podido quedarse en casa, solo, o en el hospital, abatido, con Luciana tan cerca hundida en la sima de su silencio. Pero en parte era algo más. Las palabras revoloteaban por su mente como moscas inquietas: «Si pudiéramos dar con una pastilla igual a la que se ha tomado ella», «Si supiéramos qué sustancias contenía», «El éxtasis, el eva, son como bombas inexploradas, y cada remesa es diferente a otra»...
No, no quería dar con Raúl para romperle la cara. Quería dar con él para intentar ayudar a salvar a Luciana.
Tenía que conseguir una de aquellas pastillas. Así de simple.
Se sentó en el bordillo y hundió la cabeza entre las manos. ¿Qué estaba haciendo, jugar a policías y ladrones? Y, sin embargo, tal vez fuese una oportunidad de hacerlo, sí, de salvar a Luciana.
Luciana.
Oyó su voz y su risa contagiosa en algún lugar de su cerebro.
Y recordó la primera vez. Aquella primera vez.
Estaba en casa de Alfredo, uno un poco pirado, y oyó decir que iba a llegar «la Karpov». La llamaban así porque había ganado un campeonato de ajedrez escolar. Se imaginó a una chica con gafas, paticorta, fea, con granos, hombruna, sin el menor sexy, y su machismo se vio sorprendido con algo totalmente diferente. Pero aun antes de saber que era ella, ya se había enamorado. Desde el momento en que entró en la casa se le paró el corazón en el pecho. Flechazo puro. Como para no creérselo, o reírse, porque era la pura y simple realidad.
Cinco minutos después ya estaban hablando.
Una semana después le daba el primer beso.
Un año después...
No iba a poder amar a nadie más como la amaba a ella. Eso lo sabía. Su padre le habló una vez del «amor de su vida», su primera novia. Nunca la olvidó, y aunque había sido feliz con su madre, aún pensaba en ella, porque había sido lo más importante de su adolescencia. Su padre decía que la adolescencia era la parte de la vida más importante, porque es aquella en la que las personas se abren a todo, se tocan, descubren que están vivas, se sienten, aprenden, sufren la primera realidad de la existencia, aman y buscan ser amadas. El estallido de las emociones.
Su padre tenía razón.
Por eso se había declarado a Luciana. Ya eran novios, pero él quería el compromiso definitivo, para empezar a hacer planes. Por eso no entendía el comportamiento de ella.
—Luciana... —gimió envuelto en un suspiro.
Si no se hubiera quedado a estudiar.
Si no...
¿A quién quería engañar? Máximo tenía razón: Luciana era tozuda. Se habría tomado aquella cosa igualmente. Y probablemente él también lo hubiera hecho, para no parecer idiota, para acompañarla en todo.
Ahora ya no tenía remedio.
No tenía remedio el pasado, aunque sí el futuro.
Se puso en pie, de golpe, apartó las sombras de su mente y continuó su búsqueda.
Cada minuto contaba.



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